Rumford y el calor:
No es fácil sentir
demasiada simpatía por Benjamín Thompson, una de esas personas astutas cuya
primera v única preocupación son ellas mismas. Cuando sólo tenía diecinueve años
escapó de la pobreza de su infancia casándose con una rica viuda que casi le
doblaba en edad.
Thompson nació en
Woburn, Massachusetts, en 1753. En aquellos días, Massachusetts y los demás
estados norteamericanos eran todavía colonias británicas. Pocos años después de
casarse Thompson estalló la Revolución Americana, y esta vez marró el pronóstico
y apuntó por el perdedor. Se enroló en el ejército británico en Boston y fue
espía contra los patriotas coloniales.
Cuando los
británicos abandonaron Boston se llevaron a Thompson consigo. Sin grandes
remordimientos dejó atrás a su mujer y a sus hijos y jamás regresó.
En Europa ofreció
sus servicios a cualquier gobierno que accedió a pagar el precio que pedía, y
con todos tuvo líos por aceptar sobornos, vender secretos y tener, en general,
una conducta inmoral y deshonesta. Thompson salió en 179O de Inglaterra para el
continente europeo. Entró al servicio del Estado de Baviera (que hoy pertenece a
Alemania, pero que en aquel entonces era nación independiente) y allí le
otorgaron el título de conde. Thompson adoptó el nombre de conde de Rumford,
pues «Rumford» era como se llamaba originalmente la ciudad de Concord (New
Hampshire) donde se casó con su primera mujer. Así fue como Benjamín Thompson ha
pasado a la historia con el nombre de Rumford.
Una mente científica
Una cosa sí puede
decirse a favor de Rumford, y es que tenía una sed inagotable de conocimiento.
Desde niño hizo gala de una mente activa y despierta que penetraba hasta el
meollo mismo de los problemas.
A lo largo de su
vida hizo muchos experimentos de interés y llegó a numerosas conclusiones
importantes. La más señalada tuvo como escenario Baviera, donde estuvo al frente
de una fábrica de cañones. Los cañones se hacían vertiendo el metal en moldes y
taladrando luego la pieza para formar el alma. Esta última operación se
efectuaba con una taladradora rápida.
Como es lógico,
el cañón y el taladro se calentaban y había que estar echando constantemente
agua fría por encima para refrigerarlos. Al ver salir el calor, la mente
incansable de Rumford se puso en funcionamiento.
Antes de nada,
¿qué era el calor? Los científicos de aquella época, entre ellos el gran químico
francés Lavoisier, creían que el calor era un fluido ingrávido que llamaban
calórico. Al introducir más calórico en una sustancia ésta se calentaba, hasta
que finalmente el calórico rebosaba y fluía en todas direcciones. Por eso, la
calidez de un objeto al rojo vivo se dejaba sentir a gran distancia. El calor
del Sol, por ejemplo, se notaba a 150 millones de kilómetros. Al poner en
contacto un objeto caliente con otro frío, el calórico fluía desde el primero al
segundo. Ese flujo hacía que el objeto caliente se enfriara y que el frío se
calentara.
La teoría
funcionaba bastante bien, y muy pocos científicos la ponían en duda. Uno de los
que sí dudó fue Rumford, preguntándose por qué el calórico salía del cañón. Los
partidarios de la teoría del calórico contestaron que era porque el taladro
rompía en pedazos el metal, dejando que el calórico contenido en éste fluyese
hacia afuera, como el agua de un jarrón roto.
Rumford,
escéptico, revolvió entre los taladros y halló uno completamente romo y
desgastado. «Utilizad éste», dijo. Los obreros objetaron que no servía, que
estaba gastado; pero Rumford repitió la orden en tono más firme y aquéllos se
apresuraron a cumplirla.
El taladro giró en
vano, sin hacer mella en el metal; pero en cambio producía aún más calor que uno
nuevo. Imagínense la extrañeza de los obreros al ver el gesto complacido del
conde.
Rumford vio claro
que el calórico no se desprendía por la rotura del metal, y que quizá no
procediese siquiera de éste. El metal estaba inicialmente frío, por lo cual no
podía contener mucho calórico; y, aun así, parecía que el calórico fluía en
cantidades ilimitadas.
Rumford, para
medir el calórico que salía del cañón, observó cuánto se calentaba el agua
utilizada para refrigerar el taladro y el cañón, y llegó a la conclusión de que
si todo ese calórico se reintegrara al metal, el cañón se fundiría.
Partículas en movimiento
Rumford llegó al
convencimiento de que el calor no era un fluido, sino una forma de movimiento. A
medida que el taladro rozaba contra el metal, su movimiento se convertía en
rápidos y pequeñísimos movimientos de las partículas que constituían el bronce.
Igual daba que el taladro cortara o no el metal; el calor provenía de esos
pequeñísimos y rápidos movimientos de las partículas, y, como es natural, seguía
produciéndose mientras girara el taladro. La producción de calor no tenía nada
que ver con ningún calórico que pudiera haber o dejar de haber en el metal.
El trabajo de Rumford quedó ignorado durante los cincuenta años siguientes. Los científicos se
contentaban con la idea del calórico y con inventar teorías que explicaran cómo
fluía de un cuerpo a otro. La razón, o parte de la razón, es que vacilaban en
aceptar la idea de diminutas partículas que experimentaban un movimiento rápido
y pequeñísimo que nadie podía ver.
Sin embargo, unos
diez años después de los trabajos de Rumford, John Dalton enunció su teoría
atómica (véase el capítulo 5). Poco a poco, los científicos iban aceptando la
existencia de los átomos. ¿No sería, entonces, que las pequeñas partículas
móviles de Rumford fuesen átomos o moléculas (grupos de átomos)?
Podía ser. Pero
¿cómo imaginar el movimiento de billones y billones de moléculas invisibles? ¿Se
movían todas al unísono, o unas para un lado y otras para otro, según una ley
fija? ¿O tendrían acaso un movimiento aleatorio, al azar, con direcciones y
velocidades arbitrarias, sin poder decir en qué dirección y con qué velocidad se
movía cualquiera de ellas?
El matemático
suizo Daniel Bernouilli, a principios del siglo XVIII, algunas décadas antes de
los trabajos de Rumford, había intentado estudiar el problema del movimiento
aleatorio de partículas en gases. Esto fue mucho antes de que los científicos
aceptaran la teoría atómica y, por otro lado, las matemáticas de Bernouilli no
tenían tampoco la exactitud que requería el caso. Aun así, fue un intento
válido.
En los años 60
del siglo XIX entró en escena James Clerk Maxwell (véase el capítulo 8). Maxwell
partió del supuesto de que las moléculas que componían los gases tenían
movimientos aleatorios, y mediante agudos análisis matemáticos demostró que el
movimiento aleatorio proporcionaba una bella explicación del comportamiento de
los gases.
Maxwell mostró
cómo las partículas del gas, moviéndose al azar, creaban una presión contra las
paredes del recipiente que lo contenía. Además, esa presión variaba al comprimir
las partículas o al dejar que se expandieran. Esta explicación del
comportamiento de los gases se conoce por la teoría cinética de los gases
(«cinética» proviene de una palabra griega que significa «movimiento»).
Maxwell suele
compartir la paternidad de esta teoría con el físico austríaco Ludwig Boltzmann.
Los dos, cada uno por su lado, elaboraron la teoría casi al mismo tiempo.
La solución de Maxwell
Una de las
importantes leyes del comportamiento de los gases afirma que un gas se expande
al subir la temperatura y se contrae al disminuir ésta. Según la teoría del
calórico, la explicación de este fenómeno era simple: al calentarse un gas,
entra calórico en él; como el calórico ocupa espacio, el gas se expande; al
enfriarse el gas, sale el calórico y aquél se contrae.
¿Qué tenía que
decir Maxwell a esto? Por fuerza tuvo que pensar en el experimento de Rumford.
El calor es una forma de movimiento. Al calentar un gas, sus moléculas se mueven
más deprisa y empujan a las vecinas hacia afuera. El gas se expande. Al
disminuir la temperatura, ocurre lo contrario y el gas se contrae.
Maxwell halló una
ecuación que especificaba la gama de velocidades que debían tener las moléculas
gaseosas a una temperatura dada. Algunas se movían despacio y otras deprisa;
pero la mayoría tendrían una velocidad intermedia. De entre todas estas
velocidades había una que era máximamente probable a una temperatura dada. Al
subir la temperatura, aumentaba también esa? velocidad más probable.
Esta teoría
cinética del calor era aplicable tanto a líquidos y sólidos como a gases. En un
sólido, por ejemplo, las moléculas no volaban de acá para allá como proyectiles,
que es lo que sucedía en un gas; pero en cambio podían vibrar en torno a un
punto fijo. La velocidad de esta vibración, lo mismo que las moléculas
proyectiles de los gases, obedecían a las ecuaciones de Maxwel.
Una explicación mejor
Todas las
propiedades del calor podían ser exploradas igual de bien por la teoría cinética
que por la del calórico. Pero aquélla daba fácilmente cuenta de algunas
propiedades (como las descritas por Rumford) que la teoría del calórico no había
conseguido explicar bien.
La teoría del
calórico describía la transferencia de calor como un flujo de calórico desde el
objeto caliente al frío. Según la teoría cinética, la transferencia de calor era
resultado del movimiento de moléculas. Al poner en contacto un cuerpo caliente
con otro frío, sus moléculas, animadas de rápido movimiento, chocaban con las
del objeto frío, que se movían más lentamente. Como consecuencia de ello, las
moléculas rápidas perdían velocidad y las lentas se aceleraban un poco, con lo
cual «fluía» calor del cuerpo caliente al frío.
La concepción del
calor como una forma de movimiento es otra de las grandes ideas de la ciencia.
Maxwell le dio mayor realce aún mostrando cómo utilizar el movimiento aleatorio
para explicar ciertas leyes muy concretas de la naturaleza cuyo efecto era
totalmente predecible y nada aleatorio.
La idea de
Maxwell fue luego ampliada notablemente, y los científicos dan hoy por supuesto
que el comportamiento aleatorio de átomos y moléculas pueden producir resultados
muy asombrosos. Cabe, inclusive, que la vida misma fuese creada a partir de la
materia inerte en los océanos mediante movimientos aleatorios de átomos y
moléculas. |