Hipócrates y la Medicina
¡Qué maravilloso
es el milagro de la vida y qué asombrosas son las cosas vivientes! La planta más
minúscula, el animal más ínfimo parece más complejo e interesante que la masa
más grande de materia inerte que podamos imaginar.
Porque, a fin de
cuentas, la materia inerte no parece hacer nada la mayor parte del tiempo. O si
hace algo, actúa de un modo mecánico y poco interesante. Pensemos en una piedra
que yace en el camino. Si nada la molesta, seguirá allí por los siglos de los
siglos. Si le damos una patada, se moverá y volverá a detenerse. Le damos más
fuerte y se alejará un poco más. Si la tiramos al aire, describirá una curva de
forma determinada y caerá. Y si la golpeamos con un martillo, se romperá.
Con algo de
experiencia es posible predecir exactamente lo que le ocurrirá a la piedra en
cualquier circunstancia. Uno puede describir sus avatares en términos de causa y
efecto. Si se hace tal cosa con la piedra (causa), le ocurrirá tal otra
(efecto). La creencia de que iguales causas obran más o menos los mismos efectos
en todas las ocasiones conduce a la visión del universo que llamamos
«mecanicismo»
Un universo predecible
Incluso algo tan
notable como el Sol parece salir mecánicamente todas las mañanas y ponerse
mecánicamente todas las noches. Si uno lo observa con atención, aprenderá a
predecir exactamente la hora a que sale y se pone todos los días del año y la
trayectoria exacta que recorre en el cielo. Los antiguos hallaron reglas para
predecir el movimiento del Sol y de los demás cuerpos celestes, y esas reglas
jamás han sido infringidas.
El filósofo griego
Tales y sus discípulos afirmaron hacia el año 600 a. C. que la «ley natural» de
la causa y el efecto era todo cuanto hacía falta para comprender la naturaleza, y esa ley natural hacía innecesario suponer que el
universo estaba regido por espíritus y demonios. Pero ¿y los seres
vivos? ¿Era válida para ellos la ley natural? ¿Acaso no se regían por sí mismos,
desviándose a menudo de la ley de la causa y el efecto?
Un resultado incierto
Imaginemos que
damos un empujón a un amigo. Puede ser que el pobre se caiga, o también que
logre conservar el equilibrio. A renglón seguido puede que lo eche a risa, o que
se acuerde de nuestros antepasados, que nos devuelva el empujón o incluso que
trate de ponernos la mano encima. Pero cabe también que no haga nada, o que se
vaya y nos la guarde. Dicho de otra manera, un ser viviente puede responder a
una causa concreta con toda una serie de efectos. La idea de que el mundo vivo
no obedece las reglas que gobiernan el mundo inanimado se llama «vitalismo».
Por otro lado, está
el hecho de que hay personas que poseen aptitudes poco usuales. ¿Por qué unos
saben escribir admirablemente poesía y otros no? ¿Por qué hay personas que son
líderes habilísimos, o buenos oradores, o indómitos luchadores, mientras que
otros no?
Frente a esto se
alza otro hecho, y es que todos los hombres parecen iguales en lo fundamental.
Todos tienen brazos y piernas, oídos y ojos, corazones y cerebros. ¿Qué es
entonces lo que marca la diferencia entre el hombre común y el excepcional?
Los antiguos
pensaban que un hombre podía salirse de lo común si estaba protegido por algún
espíritu personal o ángel de la guarda. Los griegos llamaban a esos espíritus
daimon, que es la raíz de la palabra «demonio». Y de alguien que trabaja
infatigablemente seguimos diciendo hoy que trabaja «como un demonio».
La palabra
«entusiasta», por seguir con los ejemplos, proviene de otra palabra griega que
significa «poseído por un dios»; de alguien que realiza una gran obra se dice
que está «inspirado», término que proviene de un verbo latino que significa
«tomar aire», es decir meter dentro de uno un espíritu invisible; y la palabra
«genio» se deriva de la versión latina del término griego daimon.
Como es lógico,
se creía que estos espíritus y demonios trabajaban tanto para el mal como para
el bien de los hombres. Cuando un hombre enfermaba, los antiguos decían que
estaba poseído por un espíritu maligno, y la idea parecía especialmente certera
cuando el afectado hacía y decía cosas incoherentes. Como nadie . actuaría así
por propia voluntad, la gente lo atribuía al «demonio que llevaba dentro». Por
eso, las sociedades primitivas trataban a veces al enfermo mental con sumo
respeto y cuidado. El loco era alguien que había sido tocado por el dedo de un
ser sobrenatural (y hoy seguimos utilizando la palabra «tocado» para describir a
un individuo que parece no estar en sus cabales).
El «mal sagrado»
La epilepsia, que
hoy sabemos que es un trastorno del cerebro, era atribuida también a la acción
de un espíritu. La persona que lo sufre pierde de vez en cuando el control de su
cuerpo durante algunos minutos, cayéndose al suelo, mostrando convulsiones, etc.
Después recuerda muy poco de lo ocurrido. Antiguamente la gente estaba
convencida de que veía entrar un demonio en el cuerpo de la persona afectada y
que era él el que lo agitaba; los griegos llamaban por eso el «mal sagrado» a la
epilepsia.
Mientras la
manera de clasificar esta enfermedad fue tan poco científica, el método de
tratamiento no podía tener otro carácter. La terapia indicada consistía en
ahuyentar o exorcizar a los demonios. Las tribus primitivas siguen teniendo
«brujos» y curanderos que lanzan conjuros y ejecutan ritos para que los
espíritus malignos salgan de la persona enferma. Y la gente cree realmente que
el enfermo sanará en el momento en que sean expulsados los malos espíritus.
El dios griego de
la Medicina se llamaba Asclepio, y los sacerdotes de Asclepio eran médicos. Uno
de los templos más importantes de este dios estaba en la isla de Cos, en el Mar
Egeo (frente a la costa occidental de la actual Turquía). Hacia el año 400 a. C.
el médico más importante en la isla de Cos era un hombre llamado Hipócrates.
Hipócrates tenía
una manera de ver las cosas que era nueva para los griegos, pues creía que lo
que había que hacer era tratar al paciente, y no preocuparse del demonio que
hubiera o dejara de haber dentro de él. Hipócrates no fue el primero en pensar
así, pues las viejas civilizaciones de Babilonia y Egipto tuvieron muchos
médicos que defendían esta actitud, y dice la leyenda que Hipócrates estudió en
Egipto. Pero es la obra de Hipócrates la que ha sobrevivido y su nombre el que
se recuerda.
Una escuela sensata
Hipócrates fundó
una escuela que pervivió durante siglos. Los doctores de esta tradición
utilizaban el sentido común al tratar a los pacientes. Carecían de medicinas,
instrumental y teorías modernas, pero tenían sentido común y buenas dotes de
observación.
Los discípulos de
Hipócrates estaban convencidos de la importancia de la limpieza, tanto en el
paciente como en ellos mismos, los médicos. Eran partidarios de que el enfermo
gozara de aire fresco, de un entorno agradable y tranquilo y de una dieta
equilibrada a base de alimentos sencillos. Se atenían a reglas de sentido común
para cortar hemorragias, limpiar y tratar las heridas, reducir fracturas e
intervenciones análogas, evitando cualquier extremo y prescindiendo de ritos
mágicos.
Los escritos de
toda la escuela hipocrática están reunidos, sin distinción de autores, en el
Corpus Hippocraticum, y es imposible saber a ciencia cierta quién escribió cada
parte y cuándo. La más conocida es un juramento que tenían que prestar todos los
médicos de la escuela para ingresar en la profesión y que, por defender los
ideales más altos de la práctica médica, sigue utilizándose hoy como guía
profesional: en algunos lugares los estudiantes de Medicina lo pronuncian al
licenciarse. Sin embargo, el «Juramento hipocrático» no fue escrito por
Hipócrates; la hipótesis más verosímil es que entró en uso hacia el año 200 d.
C., seis siglos después de Hipócrates.
De entre los
escritos hipocráticos hay un tratado que figura entre los más antiguos del
Corpus y que muy probablemente es del propio Hipócrates. Se titula «Sobre el mal
sagrado» y versa sobre la epilepsia.
Los demonios expulsados
Este tratado
mantiene con vehemencia la inutilidad de atribuir la enfermedad a los demonios.
Cada enfermedad tiene su causa natural, y compete al médico descubrirla.
Conocida la causa, puede hallarse el remedio. Y esto es incluso cierto —así lo
afirma el tratado— para ese mal misterioso y aterrador que se llama epilepsia.
No es de ningún modo un mal sagrado, sino una enfermedad como cualquier otra.
Lo que en
resumidas cuentas defiende el tratado es que la idea de causa y efecto se aplica
también a las cosas vivientes, entre ellas el hombre. Como el mundo de lo vivo
es tan complejo, puede que no sea fácil detectar las relaciones de causa y
efecto; pero al final puede y debe hacerse.
La Medicina tuvo
que luchar durante muchos siglos contra la creencia común en demonios y malos
espíritus y contra el uso de ritos y conjuros mágicos con fines terapéuticos.
Pero las ideas de Hipócrates no cayeron jamás en el olvido.
La
doctrina de Hipócrates sobre el tratamiento de los enfermos le ha valido el
nombre de «padre de la Medicina». En realidad es más que eso, pues aplicó la
noción de ley natural a los seres vivos y dio así el primer gran paso contra el
vitalismo. Desde el momento en que se aplicó la ley natural a la vida, los
científicos pudieron empezar a estudiarla sistemáticamente. Por eso, las ideas
de Hipócrates abrieron la posibilidad de una ciencia de la vida (biología), lo
cual le hace acreedor a un segundo título, el de «padre de la biología». |