Wöhler y la Química orgánica.
El joven químico,
alemán Friedrich Wöhler sabía en 1828 qué era exactamente lo que le interesaba:
estudiar los metales y minerales. Estas sustancias pertenecían a un campo, la
química inorgánica, que se ocupaba de compuestos que supuestamente nada tenían
que ver con la vida. Frente a ella estaba la química orgánica, que estudiaba
aquellas sustancias químicas que se formaban en los tejidos de las plantas y
animales vivos.
El maestro de Wöhler, el químico sueco Jöns J. Berzelius, había dividido la química en estos
dos compartimentos y afirmado que las sustancias orgánicas no podían formarse a
partir de sustancias inorgánicas en el laboratorio. Sólo podían formarse en los
tejidos vivos, porque requerían la presencia de una «fuerza vital».
El enfoque vitalista
Berzelius, como
vemos, era vitalista, partidario del «vitalismo». Creía
que la materia viva obedecía a leyes naturales distintas de las que regían sobre
la materia inerte. Más de dos mil años antes, Hipócrates había sugerido que las
leyes que regulaban ambos tipos de materia eran las mismas. Pero la idea seguía
siendo difícil de digerir, porque los tejidos vivos eran muy complejos y sus
funciones no eran fáciles de comprender. Muchos químicos estaban por eso
convencidos de que los métodos elementales del laboratorio jamás servirían para
estudiar las complejas sustancias de los organismos vivos.
Wöhler trabajaba,
como decimos, con sustancias inorgánicas, sin imaginarse para nada que estaba a
punto de revolucionar el campo de la química orgánica. Todo comenzó con una
sustancia inorgánica llamada cianato amónico, que al calentarlo se convertía en
otra sustancia. Para identificarla, Wöhler estudió sus propiedades, y tras
eliminar un factor tras otro comenzó a subir de punto su estupor.
Wöhler, no
queriendo dejar nada en manos del azar, repitió una y otra vez el experimento;
el resultado era siempre el mismo. El cianato amónico, una sustancia inorgánica,
se había transformado en urea, que era un conocido compuesto orgánico. Wöhler
había hecho algo que Berzelius tenía por imposible: obtener una sustancia
orgánica a partir de otra inorgánica con sólo calentarla.
El revolucionario
descubrimiento de Wöhler fue una revelación; muchos otros químicos trataron de
emularle y obtener compuestos orgánicos a partir de inorgánicos. El químico
francés Pierre E. Berthelot formó docenas de tales compuestos en los años
cincuenta del siglo pasado, al tiempo que el inglés William H. Perkin obtenía
una sustancia cuyas propiedades se parecían a las de los compuestos orgánicos
pero que no se daba en el reino de lo viviente. Y luego siguieron miles y miles
de otros compuestos orgánicos sintéticos.
Los químicos estaban
ahora en condiciones de preparar compuestos que la naturaleza sólo fabricaba en
los tejidos vivos. Y además eran capaces de formar otros, de la misma clase, que
los tejidos vivos ni siquiera producían.
Todos estos hechos
no lograron, sin embargo, acabar con las explicaciones vitalistas. Podía ser que
los químicos fuesen capaces de sintetizar sustancias formadas por los tejidos
vivos —replicaron los partidarios del vitalismo—, pero cualitativamente era
diferente el proceso. El tejido vivo formaba esas sustancias en condiciones de
suave temperatura y a base de componentes muy delicados, mientras que los
químicos tenían que utilizar mucho calor o altas presiones o bien reactivos muy
fuertes.
Ahora bien, los
químicos sabían cómo provocar, a la temperatura ambiente, reacciones que de
ordinario sólo ocurrían con gran aporte de calor. El truco consistía en utilizar
un catalizador. El polvo de platino, por ejemplo, hacía que el hidrógeno
explotara en llamas al mezclarse con el aire. Sin el platino era necesario
aportar calor para iniciar la reacción.
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